[...] Deberíamos tener la facultad de vociferar al menos un cuarto de hora al día; deberían crearse incluso centros de vociferación para ese fin. «¿Acaso no alivia suficientemente la palabra?», se nos objetará. «¿Por qué resucitar usos tan anticuados?»La caída en el tiempo, d'E. M. Cioran. Tusquets Editores. Barcelona, 1993-2003 (el subratllat en negreta és meu).
La palabra, convencional por definición, ajena a nuestras exigencias imperiosas, está vacía, extenuada, carece de contacto con nuestras profundidades: no hay ninguna que de ellas emane ni que de ellas descienda. Si, al principio, en el momento en que hizo su aparición, podía servir, no ocurre lo mismo hoy: ni una sola, ni siquiera las que quedaron transfiguradas en juramentos, contiene la menor virtud tónica. Se sobrevive: largo y lamentable desuso. Sin embargo, seguimos sufriendo la influencia nociva del principio de anemia que entraña. En cambio, la vociferación, modo de expresión de la sangre, nos levanta, nos fortifica y a veces nos cura.
Cuando tenemos la ventura de entregamos a ella, nos sentimos al instante cerca de nuestros lejanos antepasados, que debían de bramar sin cesar en sus cavernas, todos, incluidos los que pintarrajeaban las paredes. En los antípodas de aquellos tiempos felices, nos vemos reducidos a vivir en una sociedad tan mal organizada, que el único lugar en el que se puede vociferar impunemente es el asilo de alienados. Así, se nos prohibe el único método que tenemos para liberamos del horror de los otros y del horror de nosotros mismos. ¡Si al menos hubiera libros de consuelo! Existen muy pocos, porque no hay consuelo y no puede haberlo, mientras no nos sacudamos las cadenas de la lucidez y la decencia.
El hombre que se reprime, que se domina en toda ocasión, el hombre «distinguido», en una palabra, es virtualmente un trastornado. Lo mismo sucede con quien «sufre en silencio». Si deseamos conservar un mínimo de equilibrio recuperemos el grito, no perdamos ocasión alguna de entregarnos a él y proclamar su urgencia.[...]
dijous, 25 de setembre del 2008
Textos: E. M. Cioran
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